Literatura de bajo presupuesto

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... (o un bidón de quince litros)

... A principios del año 2008, en Barcelona, con un puñado de amigos —y amigas, que estamos en siglo XXI— comenzamos a juntarnos en algún bar o en la playa para charlar sobre literatura y compartir nuestros textos. La empresa era colosal y maravillosa, porque no pretendía abrir puertas a la visibilidad ni servir de escalerita a esa fama de medio pelo a la que aspiran hoy los escritores, sino, apenas, disfrutar. Por entonces yo siempre estaba metido en algún proyecto novelístico y pensé que, de cara a la lectura en estas tertulias, resultaría provechoso ensayar algún tipo de brevedad. Así fue como escribí mi primer microrrelato, «Teología», que es, en rigor, una adaptación de las líneas que abren Burocracia, mi segunda novela.
... Pronto descubrí que la microficción era más que un juego: era una manera de afinar la puntería, de cincelar con palabras, de sugerir historias y, también, de reflexionar sobre la dimensión poética y el «fuera de campo» de la narrativa. Y comprendí que conocer el género del microrrelato a fondo es un excelente camino para pensar mejor la novela.
... También descubrí que el microrrelato encuentra en el blog una muy buena forma de difusión. A partir de entonces, y durante más de tres años, escribí periódicamente microficciones que colgué en Brevedades de una Morsa a la Deriva. También, en esos años, leí mucho sobre el género y dicté varios cursos de microrrelato en distintos centros culturales de Barcelona. Podría decir que desde el principio entendí que este es un género grande.
... Ya iniciado el 2012 empecé a considerar la posibilidad de ponerle punto final al blog. Los textos de la Morsa a la Deriva representan un recorrido: no todos tienen la misma calidad, pero siempre pensé al blog más como un cuaderno de apuntes abierto a los lectores que como una selección de obras acabadas. Como todo cuaderno de apuntes, me parecía que su mejor epígolo sería la obra que propone. Por eso seleccioné los microrrelatos que por distintos motivos más me representan —o que considero a la altura de conformar un pequeño volumen de microcuentos—. Este libro, como no podía ser de otra manera, se tenía que llamar Literatura de bajo presupuesto. Y aquí lo tienen: pueden descargarlo y transitarlo en cualquier dispositivo móvil, imprimirlo o leerlo en línea. Cada microrrelato que colgué en el blog fue como una botellita que arrojé al mar de la web. Entonces podría entenderse este libro como un bidón que esta Morsa a la Deriva abandona a las aguas digitales. 







El volantazo

(o la fuerza de los culos)

Cualquiera pensaría que este día es uno más, en que me levanto a las siete y me ducho rápido para dejarle el baño a mi mujer y justo antes de despertar a los chicos me tropiezo con el tractorcito rojo o por ahí con el casco o la patineta. Un día como los otros: llevar los chicos a la escuela y después la oficina y buenos días, en qué le puedo ayudar y asentir cada vez que el director dice algo, ese gesto chiquito pero rotundo que a él le gusta tanto.
Sin embargo, hoy es un día distinto. A partir de hoy depende de mí seguir con esta vida de tropezarme desde temprano con el rastro de mis hijos y después esos sorbos apurados al mate un poco frío porque no hay tiempo, nunca hay tiempo. Hoy, con el mismo tono con el que siempre digo «sí, señor, claro, estoy en eso», puedo mandar a mi jefe a la recalcada concha de su puta madre, por ejemplo.
O podría irme. Dejar todo y volar, así de fácil. De mí depende darle que te darle hasta las siete con los clientes y después hacer tiempo hasta las nueve, que empieza el programa de los culos y los chistes. Ni siquiera tendría que irme lejos… ¿Quién te va a encontrar en Buenos Aires, entre catorce millones de infelices y algún que otro tipo más? Depende de mí, y sólo de mí, masticar en silencio la tapa de cuadril, que va a estar dura porque siempre está dura, mientras finjo que no me ocupan tanto los culos como los chistes, y de ahí a la cama, a contar culos. No: hoy no es un día más. Hoy depende de mí dar el volantazo, buscar otro camino.
O seguir con este, claro. 

Depresiones y recalentamientos


Asfixiado por la severa recesión sexual que atraviesa, el economista decide implantar una abrupta bajada de los tipos de interés. La medida, sin lugar a dudas, reactivará su vida amatoria. Aunque el peligro de un recalentamiento se cierne, poniendo en crisis la sustentabilidad del recurso: el economista intuye el nacimiento de una burbuja que, al estallar, enchastrará su día a día, hundiéndolo en una gravísima depresión. Sin embargo, reactivar su vida sexual se presenta como prioritario, y prefiere evitar las especulaciones a mediano plazo. Ya habrá tiempo para llevar adelante los ajustes que correspondan cuando el escenario se vuelva insostenible.

2984

.....Hace siglos –como podemos leer en los libros–, la literatura era trabajo de artesanos y, a veces, de eruditos. Ahora se volvió una labor de empecinados con buena fortuna.
.....Desde que cada texto es pasado por la máquina, la originalidad es el único valor indiscutible. Se ha escrito tanto, que sólo la máquina puede encontrar plagios. Nosotros escribimos obsesionados en gambetear repeticiones, y descubrir huecos se vuelve cada vez más complicado.
.....No falta quien afirma que todo ha sido escrito. El devenir del lenguaje es lento y deberíamos apurarlo, proponen los partidarios del progreso; deberíamos inventar alfabetos y conceptos para escapar del encierro. Pero cada tanto la máquina certifica alguna novedad, y eso nos renueva los ánimos. Nosotros seguimos desparramando palabras, a veces forzando errores o incoherencias, como si de esa manera pudiéramos burlarla.
.....Pero los críticos han trabajado duro, y la máquina ya no sólo detecta copias literales, sino también similitudes o influencias desmedidas.
.....Es paradójico: hasta ahora, nadie se había atrevido a escribir sobre la máquina. Eso, pensaría el autor inocente, asegura una veta fértil. Sin embargo, esta tarde, el informe que dio sobre este texto resultó lapidario: ya había sido escrito, en algún barrio rioplatense, hace más de mil años.

Vejez


     Nunca se creyó inmortal, pero hubo un tiempo en que sabía que no moriría hoy.

El relojero manco


     El escritor mina el microrrelato con alguna poesía chiquita y por ahí sutil. En la tertulia, lee su texto y espera. Pero la poesía no estalla.
     La narración es un mecanismo de relojería, dice siempre que encuentra la oportunidad. Y esa noche piensa que deberá ajustar algún tornillo.
     Por la madrugada, un estruendo revienta en su estudio. El narrador –ahora manco– se ha vuelto poeta.

Un silencio largo y sostenido


     Mientras él termina de levantar la mesa, ella prepara café. Él mira su pelo atado bien tirante y un mechón que se le escapa sobre la cara y no siente nada. Mira también la gotita de sudor que le baja desde la sien y la forma en que se la seca con la manga de la camiseta, pero no siente nada.
    Hace días –tantos días– que no siente nada.
    Es algo en lo que prefiere no pensar. Aunque a veces, aún sin quererlo, lo hace. Entonces debe reconocer que no siente nada. Se pregunta si alguna vez la quiso. Cree que sí. De hecho, está bastante seguro. Se pregunta cuándo la dejó de querer.
     Eso es más difícil, porque tampoco diría que la haya dejado de querer.
     Simplemente, cuando la ve, no siente nada.
     Él pasa un trapo a la mesa y ella sirve el café. Se sientan frente a frente, se miran en silencio. Un silencio largo y sostenido. A él le gustan sus ojos rasgados y sus labios gruesos. Le gustan un poco menos sus cejas despobladas, pero también le gustan. Toma un sorbo de café. Está bueno: cortado con un chorrito de leche fría, como él lo prefiere.
      Pero no siente nada.
     Ella lo invita al cine. Podemos dejar a los chicos en casa de mamá, dice. Vamos al cine y después a cenar algo, por ahí al italiano de la vuelta o a la parrillita de San Juan.
     Y él responde que le parece bien.

Literatura cuántica


Algunos escritores –para ser tenidos en cuenta– siempre que pueden, cuentan cuánto escriben. Otros –desesperados por contar– escriben, siempre, cuanto pueden.

El milagro de la muerte

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Ver morir a mis hermanos dolió, pero enterrar a mis hijos y nietos resultó inverosímil. Al final me acostumbré a ser un bicho anacrónico; aunque trescientos años de inmortalidad pesan como una lápida. La gente envidia mi salud, mi pasado, mi futuro inobjetable. Yo le envidio el apuro de su día a día, esa sentencia con la que casi todos nacen. O así era antes, cuando no intuía que mi destino repite el de tantos: que vaya a saber cuándo, yo también he muerto. O que la única muerte es la de los otros.

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Tiempo

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      ¿Por qué el tiempo es tan injusto? Cada jornada de trabajo parece una condena, una cena con amigos se me escurre entre los dedos. Me hartó la fugacidad de los fines de semana en la playa y el lento, agobiante transcurrir de las colas en el supermercado.
      Conseguir la escopeta, apuntar a mi cara y gatillar con el dedo del pie no fue difícil. El estruendo resultó menos espectacular que en las películas. Pero los perdigones, avanzando cada vez más despacio hacia mi rostro, me desesperan.
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Formas que no dicen nada

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         En el baño de la casa de un amigo, la vi. Hubiera sido mejor encontrarla en un tren que atravesará la Patagonia o en algún café de ventanas enormes en Buenos Aires o en los suburbios de París. Pero no, fue en aquel baño: yo en una posición tan poco literaria, ella entre lejana y esquiva. De inmediato me llamaron la atención su pómulo marcado y sus ojos un poco juntos. También el mechón que le caía sobre la frente, arremolinándose sobre su oreja izquierda. Me conmovió ese mechón, porque su punto desprolijo la llenaba de vida. No se parecía a ninguna de las anteriores con las que había pasado el rato –tantos ratos– consciente desde el principio de que encarnaban un edulcorante para la rutina. No, ella estaba ahí, provocativa, tal vez un poco orgullosa. Y mi fascinación no nacía apenas en su mechón arremolinado, ni en sus ojos grandes ni en su pómulo firme ni en su mirada que sembraba el cimbronazo de su risa. (Porque mantenía los labios presionados como con bronca, aunque por los ojos se le escapaba, casi a chorros, la posibilidad de su risa sísmica). No: ella era mucho más que sus rasgos diabólicos. El cuello largo, elegante prometía una figura estilizada, aunque se diluía rápido y después venían los garabatos irreconocibles. Y yo sentado, una posición tan indecorosa, sin quitarle la vista de encima, sin conocer siquiera su nombre. Sabía que no la vería más, que se perdería como se habían perdido las anteriores en ese mundo de formas que no dicen nada. Entonces pensé en memorizar cada una de sus líneas, su pómulo recio, el pelo tormentoso y el cuello larguísimo y también esa marca en su frente que destrozaba, sutil, la perfección de su rostro y la hacía todavía más mujer. Como si de esa manera pudiera encontrar un atajo hacia la eternidad de la evocación. Pero no: la resistencia de la memoria es tan frágil; el pasado primero se distorsiona y después se evapora y ella se iría de mi recuerdo como de mi vida: sólo quedaría una sensación áspera, una angustia tenue y constante que se clavaría acá, en mi costado cada vez que me diera vuelta en la cama. Nuestro momento era ese. Porque mi amigo tarde o temprano golpearía la puerta y preguntaría Santiago, estás bien, y agregaría algún chiste barato de esos que tan bien les salen a los amigos, incluso alguna onomatopeya, y arreciaría la vergüenza por saberla al tanto de mi mundo de amigos guarangos. Aunque casi seguro se haría la distraída, continuaría ignorándome mientras yo lucharía inútilmente por recordarla, porque por ahí yo no volvería a ese baño, o peor: no volvería a distinguirla en el cuarto azulejo contando desde abajo, rodeada de manchas absurdas, innecesarias, ocres.
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Negaciación

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(O, como decía mi abuela, dos no discuten si uno no quiere).

–En nuestra calidad de representantes sindicales hemos convocado a esta mesa de diálogo para reclamar un incremento salarial. Dado el aumento que la canasta básica ha acumulado durante el último año, que ha llevado a los empleados de la empresa a situarse por debajo de la línea de indigencia, consideramos imprescindible articular un acuerdo marco para recomponer el ingreso de los compañeros de manera que su trabajo les garantice satisfacer al menos sus necesidades básicas.
–Pues no estamos de acuerdo.
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Falso techo

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  Apenas abrí la ducha escuché el golpe contra el falso techo de chapa y algo así como un gemido. En un acto reflejo cerré la canilla; el gemido se fue apagando de a poco.
Durante un instante me quedé quieta, desnuda, observando en derredor, como si de esa manera pudiera prevenir una tragedia doméstica. El chorrito diluyéndose por el desagote rompía el silencio, hasta que dejó paso a algún que otro rumor de la calle.
Estaba cansada, necesitaba darme un baño caliente, acostarme de una vez. El día había sido larguísimo y gris. Desnuda, con la mano todavía en la canilla, indecisa y harta, me preguntaba cuál sería el origen de esos sonidos.
Volví a abrir el agua, y otra vez retumbó el golpe; también el chirrido.
Cerré la canilla.
Algo animal en ese chirrido me angustiaba; su fondo metálico y pegajoso, lejos de atemperar el miedo, lo volvía aún más inquietante.
Me acerqué al rincón de donde había provenido. Pensé en ratas. No sé por qué, pero pensé en ratas. (Odio las ratas). Con una escoba, todavía temblando, le di varios toques al falso techo.
Nada.
Se me ocurrió llamar a Eduardo, pero era tardísimo. Aparte, en el mejor de los casos se me reiría en la cara. No soporto su risa autosuficiente, la simpatía con que desprecia mis miedos.
Intenté actuar como actuaría él, pensar como pensaría él. Volví hasta la bañera, abrí y cerré la canilla. Se repitió el golpe igual de violento que antes; también el chillido.
Respiré profundó, busqué respuestas. (Eduardo siempre busca respuestas).
De pronto recordé que el falso techo ocultaba un termotanque eléctrico que unos caños flexibles conectaban con la ducha. Comprendí que al pasar el agua por el flexible lo tensaba: esa tensión repentina descargaba el golpe. Lo del chillido no supe de dónde vendría, pero imaginé algún motivo relacionado con la presión del agua o el cambio de temperatura.
Al fin y al cabo, yo de estas cosas no entiendo.
Todavía me sentía intranquila, pero el baño se me antojaba imprescindible. Cuando abrí la canilla por cuarta vez, sonó de nuevo el flexible, volvió a chillar el caño. Me esforcé por ignorarlo mientras entraba en la ducha. Cerré la cortina y dejé que el agua tibia recorriera mi cuerpo.
La caricia merecida borró el miedo o la ansiedad. Al sentir el segundo golpe y el tercero me reí, mientras imaginaba la cara de Eduardo cuando le contase la historia.
Entonces un olor dulce tiño el vapor, y después volvió el gemido, pero esta vez agónico. El golpe se transformó en un repiqueteo tenaz o desesperado.
Apenas abrí las cortinas vi como caía la sangre por las rendijas del falso techo empapando la pared, la pileta, el suelo.
Esta vez, cerrar la canilla resultó inútil: el gemido, ahora bestial, continuó taladrándome los oídos. 
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El accidente

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A Dios se le cayó un milagro. Y en aquel pueblo devoto llovió mierda y se evaporó una iglesia. Son cosas que le pueden pasar a cualquier dios, piensa Dios. Pero en aquel pueblo devoto, los fieles se resisten a asociar la lluvia de mierda o la iglesia evaporada con un accidente divino. Ni siquiera con alguna posible ira de Dios. Lo de la iglesia vaya y pase, pero lo de la mierda… Barrer el mundo con una tormenta fulminante o cargarse alguna que otra ciudad por su vida disipada es una cosa, sin embargo ¿cómo puede un hombre educado en la Palabra interpretar lo de la mierda? .
Desde que se produjo el desconcertante fenómeno, en aquel pueblo ha aparecido un puñado de mentes racionales dispuestas a explicarlo. Los creyentes confían en que pronto les confirmarán que Dios no ha tenido nada que ver en el incidente; ellos demandan una respuesta relacionada con el calentamiento global o la corriente de El Niño.
Por ahora, ante la duda, atraviesan una crisis de fe.

Bronca

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Su destino de asfalto gris se le acercaba irremediable. Hasta hacía tan poco deseaba que el suelo pusiera fin a sus penas, pero ahora, justo a la altura del quinto piso, se le dio por evocar el sol púrpura de los amaneceres frente al mar, el sabor del café con leche en las mañanas de invierno y el de la cerveza helada en los atardeceres tórridos de enero. A la altura del segundo piso se le aparecieron primero las piernas de su vecina y después –un poquito más atrás, pero también vigorosa– la risa de su sobrino. Entonces fijó, de nuevo, su atención en el asfalto, que lo embestía orgulloso y firme. Y se quiso morir.
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Intrusos

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     Esa tarde sintió algo extraño al verla. Como si no fuera ella. Sin embargo se movía por la casa con tanta naturalidad, lo miraba con una ternura que a él le parecía tan difícil impostar, que optó por el silencio. La vigilaría de cerca, le haría creer que lo había engañado. Simularía una convivencia sin sospecha.
     Han pasado ya tantos años desde aquella tarde. Ahora él sabe que no es su esposa. Hay detalles que a un hombre despierto no lo toman desprevenido: la tos seca a la mañana temprano, las cosquillas en el costado izquierdo –un poquito abajo del pecho–, la pasión por el chocolate amargo. Y la forma de mirar: con esa complicidad lejana, como si a ella también le hubieran cambiado el marido, como si pudiera entenderlo, como si le doliera esa distancia leve aunque infranqueable que desde hace años los separa.
     En el fondo, él siente pena por ella. Le atormenta creer que ha irrumpido en su vida para ocupar el lugar de otro. Hace años que, a causa de esta sensación, le cuesta conciliar el sueño.
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Talentos

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En una oficina de la cuarta planta del Pentágono, un burócrata doctorado en filosofía de la historia recibe un memorando: debe proponer estrategias para que el imperio mantenga el dominio global. Aceptó el puesto porque representaba un salario seguro, y nunca recibe más de uno o dos encargos al año. Suele dedicarle poco esfuerzo a sus informes: él no comulga con la ideología imperialista, apenas si está ahí a cambio de un sueldo que le permita avanzar en sus proyectos. Dedica tardes completas a su ensayo sobre las formas de dominación en el siglo XXI; también a devorar lecturas pendientes.
Ahora, mientras suspira resignado, busca entre sus libros aquel artículo que un filósofo francés escribió hace ya treinta años, en el que vaticinaba el modo en que el imperio dominaría el mundo en el próximo siglo.
–Al fin y al cabo –piensa el burócrata–, yo no pondré mi talento al servicio de estos cerdos.
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Descargo del Diablo

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–Me culpan porque es lo más fácil. Nunca entendieron nada. Ando por ahí tentando a los hombres, sí: pero para darles la posibilidad de que reafirmen sus convicciones, con el íntimo deseo de que me digan “no”. Los tiento bien, claro, porque es mi trabajo y lo cumplo con esmero. Pero cada vez que alguien se tuerce, en la intimidad, lloro. Y Él, que los soñó débiles y hasta miserables, quejándose de que son débiles y hasta miserables. Quejándose de que no se esfuerzan por ser lo que no son.
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Los dos lados

.Habitaba un duermevela mientras las cosquillas dibujaban firuletes sobre mi vientre. Pensé en abrir los ojos para reconocerla cercana y pícara, pero el otro lado me amarraba. Sin resistencia me zambullí en ese mundo donde ella era todavía más ella, porque también era otras. Las cosquillas, allá, las causaba una pluma de tonos pastel y después una mosca insidiosa, y yo cruzaba una puerta para que la mosca se volviese lluvia finita y fría que adelgazaba hasta hacerse lluvia de una sola gota cayendo sobre mi vientre, cansándolo, hiriéndolo: la insinuación de una tortura que provocaba angustia, primero una angustia sonsa, casi como si no lo fuera, y otra vez ella, la de siempre, pero distinta: una temible, terrible, y ese garabato de pronto frío proponía en mi vientre el horror de un filo, y repicaba su risa cruel, y entonces sentí la puntada –el tajo– y el chorro caliente brotando de mí, y en esa desesperación de los malos sueños abrí los ojos y la vi, a ella –fresca, real–, aferrada con sus dos manos al cuchillo: tiraba de él con desesperación, con espanto, como si quitándolo borrara la tragedia gestada en aquel sueño, como si no fuera tarde para improvisar rescates.
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Cross a la mandíbula

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Durante el día, en un laboratorio de Lanús, busca el elíxir de las medias eternas. Algunos vecinos lo creen extraviado: él baja la cabeza y acepta el desprecio. Pero no bien cae la penumbra, se pone las calzas rojas con la zunga por encima, la musculosa y la capa haciendo juego y, en orgullosa soledad, escribe un libro tras otro. Uno tras otro.
Mientras tanto, en el Salón del Mal, los eunucos bufan.
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Durañona

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La sociedad durañonense ha sido, desde principios del siglo XX, objeto de estudio de escasos aunque reputados antropólogos, economistas y sociólogos. Son muchos los elementos que han llamado la atención de estos académicos, desde los llamativos códigos del vestir durañonense, hasta la particular composición de su sistema socio-económico y político, pasando, sin duda, por el desarrollo de su ciencia y su técnica, o las extrañas creencias religiosas que la mayoría de sus ciudadanos abraza. Aunque hay quien sostiene que la principal motivación para llevar adelante los escasos aunque rigurosos trabajos de campo sobre este pequeño grupo de islas del Índico se debe a la belleza de sus playas, a su deliciosa comida típica –elaborada casi en su totalidad a base de suruflo– al clima templado tirando a cálido, y al altísimo nivel de sus puticlubs.
Dada las vastas distancias que separan las islas de cualquier punto continental, y la escasez de vuelos, llegar a Durañona resulta oneroso hasta el escándalo, por lo que se haría prácticamente imposible visitar la isla sin el apoyo de alguna institución educativa prestigiosa. A eso tal vez se deba no sólo la constante –aunque jamás exagerada– presencia de investigadores, sino también la escasez de turismo.
Por otra parte, la hostilidad de su geografía urbana y la necesaria convivencia de los visitantes con ciertas costumbres difíciles de asimilar para los extranjeros, han desalentado el turismo de elite, que le ha dado la espalda durante años.
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Diálogos y anécdotas de Durañona: sobre sus puertas dimensionales

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–¿Otra vez lo mismo? ¿Vos te fijaste la hora que es?
–No me hablés, mirá… Vengo con una bronca. Salgo del laburo a las siete, como siempre, bajo por la Calle del Desconcierto hasta agarrar la Avenida de la Sagrada Incubación, y no va que veo el autobús que se está yendo. Empiezo a correr como loco y aparezco en Congresales, ahí donde se junta con Fileteadores de suruflo en barra, en el barrio de Pocas pulgas... Ahí, donde está la parrillita esa que íbamos antes de casarnos, ¿te acordás? ¿Esa que hacían las mollejitas tan ricas? Esa, esa, la del vacío que se deshace como una manteca y la morcilla vasca con pasas sultanas... Vos vieras qué linda la pusieron, con una ambientación campestre que está muy bien, y sigue siendo barata. Pero escuchá lo peor: ¿me podés creer que ahí nomás, a media cuadra, desembocaba otra de estas puertas de mierda? ¡Venía de la plaza del Congreso! ¿Viste que hoy había una manifestación de jubilados? Bueno, aparecieron todos ahí. Una cantidad de viejos que no te puedo explicar. Y todos viniendo de contramano. Un desastre. Los autobuses salían a reventar.
–¡Qué horror! Por eso te digo siempre que te compres el mapa del día, pero vos nunca me hacés caso... ¿Querés que te caliente la comida?
–Eh… no, no te hagás problema, si con el disgusto no vieras cómo se me cerró el apetito…
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Sincronías

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Un miedo parecido a aquella primera euforia los acorraló tiempo después. Y vacíos de ánimo para enfrentarse, ambos se dejaron abandonar.
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Inmortales provisorios

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Orgullosos, viriles, dignos, miran a los muertos con desdén y, en ocasiones, con disimulada rabia. Ancianos pero rebosantes de alegría, abrazan la contundencia de las estadísticas, la irrevocabilidad de los precedentes. Imbatibles, todavía victoriosos –tal vez heroicos–, mantienen en alto el estandarte de su organización: la cofradía de los hombres que no se han muerto nunca.
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El hastío del vampiro

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Harto ya de la noche y los excesos, Nosferatu planea sus vacaciones de sol y playa.
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ONGeses

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Asqueados de una globalización que desdibuja sus orgullos, decidieron robar las armas al enemigo. Y conformaron la plataforma desde donde lucharían por sus ideas: nacionalistas sin fronteras.
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Picadita con Holmes

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–¿Qué le sirvo, jefe?
–Emmenthal, querido Watson.

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Charla entre un banquero poderoso y un militante antisistema

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Se miran casi de refilón, desde ese sutil límite que separa el recelo del desdén.
Se miden sin medirse.
Se intuyen; se huelen.
Se sospechan.
Afuera, una lluvia lenta desgasta paciente el asfalto.
Adentro: carraspeos, expectativas, miedos.
Dedos repiquetean sobre una mesa.
Una mosca zumba en algún oído.
Toses; murmullos.
Hasta que uno dice:
–La libertad no es gratis.
Al otro se le quiebra el labio, le tiemblan ligeramente las piernas, una gota –sólo una gota– de sudor surca su mejilla.
Traga saliva.
Mira al adversario.
Y responde:
–Estoy de acuerdo.
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La religión en Durañona

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El sistema religioso de
Durañona es bipartidista. El oficialismo está constituido por una deidad principal, llamada Teo. Aunque nunca se ha dejado fotografiar, por lo que se ignoran sus rasgos, Teo es popularmente caracterizado como un cuarentón de anteojos, camisa a cuadros, pantalones de jean nevados y zapatos leñadores. Teo se apoya en una coalición que, si bien se caracteriza por su heterogeneidad, se aglutina tras un discurso basado en el amor, la paz, una relativa tolerancia por quienes piensan parecido, el juicio severo a quienes piensan distinto y la culpa.
La oposición es ejercida por Darío Ignacio Ángel Bartolomé Lezama Oscuro, que es el hijo mayor de un empresario de clase media alta en ascenso, lo que, según muchos teólogos, explicaría la extensión tal vez exagerada de su nombre. A raíz de la dificultad que suscita citar su nombre íntegro, se lo suele llamar “Nacho Lezama” o simplemente “Nacho”. También, en ocasiones, se lo denomina por sus siglas.
Según los textos sagrados, Nacho está destinado a llevar adelante una oposición férrea e intransigente, mientras que Teo es el elegido por él mismo para liderar cualquier cuestión trascendental... El carácter totalitario de Teo y el apoyo que suscita en el potencial electorado –sobre todo en las clases medias, medias medias y medias altas– lo convierten en el indiscutido faro moral de la sociedad durañonense. Desde su despacho no se cansa de lanzar proclamas y máximas, que el pueblo aplaude. Nacho tiende a prescindir de un aparato mediático sólido: prefiere basar sus campañas en la “propaganda por el acto”. Y en la generalidad de los casos, su ejemplo alcanza un mayor impacto en la ciudadanía que el aparato proselitista de Teo.
Este último aspecto confunde a muchos analistas teológicos, pues no encuentran explicación a la aparente condena al lugar de oposición que la sociedad le asigna a Lezama. Aunque algunos teólogos críticos al oficialismo argumentan que la concentración de los medios de comunicación en manos oficiales –o en manos de grupos “independientes” afines a la clase dominante– explicaría el sustento de su poder.
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Infalibilidad y tradición

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–Los fieles empiezan a sospechar, excelencia. Ahora que la prensa habla, ¿qué podemos hacer con tantos encubrimientos?
–Por el amor de Dios, ¿qué duda cabe?... ¡Encubrirlos!
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